13 Horas: Los Soldados Secretos de Bengasi


Esta película iba a pasar totalmente desapercibida para mí, ya que un Michael Bay a los mandos me daba miedito. Sin embargo, el buen aliado Geoffrey F. me hizo salir de mi trinchera del pesimismo y me contagió su euforia bélica, que aderezada con mi adiestramiento en Call of Duty, contribuyeron a un cóctel molotov que sólo podía desembocar en una butaca de cine.

Tenía miedo a un americanismo desproporcionado, a un excesivo uso de la cámara hiperlenta y a una acción alocamente rodada. Sin embargo, el orgullo yanki de ser los que reparten democracia por el mundo, sólo se aprecia en las frases iniciales que nos ponen en situación, no se abusa de la cámara lenta (cuya escena más espectacular está rodada de esta forma), y la acción es trepidante. Refleja la tensión vivida perfectamente, al tiempo que pone de manifiesto que la tragedia se veía venir de lejos por la cantidad de deficiencias, malas planificaciones y falta de apoyo para los que allí estaban. Eran ovejitas esperando en el matadero de un mundo donde la angustia de no saber si lo que te rodea es amigo o enemigo . Un mundo tan surrealista desde el momento en que hay balas y explosiones por cada esquina y los lugareños están viendo un partido de fútbol tan panchos o la existencia de mercados de armas como si estuvieran vendiendo lechugas.

Anotación friki: al final de la peli, el fulano calvo y con barba me recordó tremendamente al soldado Ruin de COD Black Ops 3, lo que hizo que mi adrenalina subiera varios niveles si es que eso era posible a esas alturas. Eso y las solicitudes de espectros y demás referencias COD.

Calificación: Testosterona y adrenalina a raudales

1 comentario:

  1. Amigo Charles: a tus pertinentes comentarios yo añadiría que a pesar del largo metraje de la cinta, ésta fluye casi sin interrupciones, como una obra teatral estructurada en 3 actos nos lleva como una montaña rusa del crescendo al apoteosis final.
    Destacaría también que en el fondo esta película recoge una tradición en el cine de guerra más clásico que me hace pensar sin duda en el Rif marroquí y la Beau Geste (1966) de la heroica Légion Étrangère o el Rorke’s Drift de Zulu (1964) o incluso la maravillosa 55 días en Pekin (1963). La defensa desesperada de un grupo de guerreros bien entrenados frente al ataque de una fuerza enormemente superior y el “yo me quedo”. Como si de una avanzadilla en el infierno se tratase intentando pacificar un territorio más del imperio nos encontramos ante un pequeño grupo de hombres aislados de todos y de todo que se ven abocados a luchar por su supervivencia y proteger a los hombres blancos que pretende expandir la buena Nueva en nombre de Occidente. Y, ¿por qué? No lo saben pero lo hacen.
    Elemento fundamental en cualquier buena película de guerra y acción: la presentación individual de cada componente del equipo de operativos especiales (recurso que me hace recordar siempre la gran Depredador de Schwarzie). Aquí está pero curiosamente la trepidante acción y creo que el intento de representar la minúscula importancia que los sacrificios (o intereses) individuales tienen en la gran máquina de guerra americana, hacen que acaben diluidos en el anonimato del quién es quién. ¿Esperamos amigos?
    Dos últimas ideas: por un lado la gran elegía al soldado americano. A esos hombres, espartanos modernos, que sin ser lanzados a un pozo, son seleccionados de manera natural por una sociedad que prima el esfuerzo como fin para lograr el éxito personal. Son la punta de lanza del nuevo Imperio americano. Hombres que llevan al menos 3 décadas de conflictos sobre las espaldas y que reconvertidos en nuevos corsarios ejecutan la silente expansión del nuevo orden. Son los mejores guerreros porque desde que han aprendido a controlar sus poluciones no han hecho otra cosa que luchar primero por un ideal (God and Country) y después por una “insana” fidelidad hacia otros. Pero serán también los grandes olvidados, como esos otros cabrones con barba y bigote de los gloriosos Tercios. Abbottabad no tuvo jurisdicción ni ley internacional a la que someterse. Por otro lado, la idea que uno tiene de que en la sociedad de las imágenes y del consumo en la que vivimos, ya desde aquellas famosas imágenes de madrugada de la CNN y Matías Prat en la retransmisión para los españolitos, no hay guerra que se precie sin una buena cobertura informativa. Sin la omnipresente incrustación del corresponsal de guerra adoptado por un pelotón de Marines. Y de las pantallas del telediario se salta a las consolas, al MoH o COD, y entonces las frágiles mentes de nuestras generaciones más púberes terminan por pensar que los dispositivos IR y miras laser, que las MOLLES y el kevlar, son atributos que se pueden incorporar al arsenal personal para una nueva misión siempre bien acompañado de la manejable M4. Y de ahí se traspasa al cine espejo en celuloide y maximizado de nuestro mundo. La normalización y trivialización de la guerra desde el momento mismo en que los mejores soldados, los más eficaces equipos ya no visten de uniforme. Sino que van en bermudas o vaqueros.
    Y aunque Ada Colau no se alegre de verlos aquí, y aunque todos quisiéramos un mundo en paz, yo duermo más tranquilo sabiendo que ahí fuera hay alguien que está vigilando el muro por mí, como bien dijo el coronel Nathan R. Jessep.
    El surrealismo final de la película es como la epifanía al teléfono móvil. La contradicción misma de la esencia humana y el reconocimiento implícito de una nación que empieza a clamar el cansancio y a reclamar el descanso

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